¿De qué forma llega a su fin el despotismo?
La historia nos muestra que en esencia hay apenas tres escenarios. Si bien pueden ocurrir combinaciones parciales entre los mismos.
La primera variante es la intervención extranjera, o sea, la guerra. La dictadura resulta arrollada cuando el país es invadido por un enemigo superior. Generalmente sucede tras una agresión del régimen contra sus vecinos o como reacción a un genocidio interno. Eso sucedió con Adolf Hitler, Pol Pot y Saddam Hussein, por citar tres ejemplos notables en regiones, culturas y épocas muy diferentes. Por supuesto, una tiranía derribada por invasores no tiene necesariamente que desembocar en una sociedad libre. Eso depende de quién sea el invasor y, sobre todo, de la calaña de los liberados.
La segunda opción es el suicidio político, un fenómeno que debutó con las dictaduras militares iberoamericanas, aunque el opus magnum sería interpretado luego en ruso y afrikaans. Esta variante acontece cuando la élite de la dictadura se ha desmoralizado. Las estadísticas demuestran que esa condición imprescindible no se da por crisis económicas, por descontento popular o por presiones internacionales. Es una soberana tontería creer tal cosa, aunque siempre vale sugerirlo para confundir y mortificar al sector más lábil de los partidarios del opresor. La premisa para perder la voluntad de abusar es la ausencia de fe y de placer en su ejercicio.
Excluyendo tal vez a Francisco Franco y a Augusto Pinochet, los generales iberoamericanos en realidad nunca tuvieron demasiada fe en la amenaza expansiva del comunismo. Unicamente el oportunismo y el espíritu de cuerpo fueron pilares en esas dictaduras, bases muy efímeras para sostenerse a largo plazo.
Por su parte, los casos de los Soviets y los Boers, aunque pueda sorprender, son idénticos en el fondo. Resulta que sus respectivos y brutales padres fundadores no criaron a los vástagos de modo apropiado para continuar la obra. Y un buen día los herederos descubrieron que les repugnaban los gulags y los bantustans respectivamente. Un redomado tirano como Fidel Castro tampoco ha sabido educar a sus propios hijos para que gocen matando. Es como aquel sanguinario mafioso que quiere que sus críos estudien derecho o medicina, ignorando que así la familia acabará perdiendo el control sobre Little Italy.
La tercera vía es la más complicada: la insurrección. Ante todo hay que entender que las insurrecciones exitosas nunca comienzan de forma masiva. Siempre hay un grupo, una facción de conspiradores y agitadores, que organiza e inicia los tumultos.
Tomemos, por ejemplo, la más relevante revuelta de todos los tiempos: la Revolución de Octubre. En abril de 1917 apenas un duro núcleo de unos 400 bolcheviques encabezados por Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, operaba en Petrogrado gracias al dinero alemán que les enviaba desde Copenhague el George Soros del siglo pasado: Israel Lazarévich Gelfand, alias Parvus, quien también ideó y planificó el regreso de Lenin y sus más cercanos colaboradores desde el exilio suizo en un tren especial germano.
Ciertamente es elemental: para empezar una revolución cada Castro necesita sólo unos cuantos secuaces dispuestos y un Prío que le financie el plan. En caso de éxito la masa estará ahí para aplaudir el final del régimen. Ahora bien, a posteriori lo decisivo es el camino elegido para destruir el sistema: el violento o el pacífico. Y hay una abismal diferencia en las consecuencias. Cegados por la prometedora probabilidad de sobrevivir a la lucha, los conspiradores suelen pasar por alto que derribar la dictadura de forma pacífica no implica decidir el futuro de la nación. Para nada. El tema de esa película se puede cantar muy bien en árabe.